Al principio siempre se escapaban.
O, peor, quedaban malheridos.
Porque dudaba, me preguntaba si estaba bien, les pedía disculpas antes de aplastarlos…
Luego aprendí a concentrarme y dejé de dudar.
Mi ojo y mi mano eran uno y, juntos, eran implacables.
No quedaba ni uno vivo.
Excepto cuando usaba mi «super-sensibilidad» de meditante.
Y es que uno puede aprender a concentrarse y realizar cualquier tarea sin segundos pensamientos: matar un mosquito, jugar al golf, fregar los platos, cortar una cabeza de un tajo…
Por eso no es solo meditar el trabajo. Hay un marco, un camino.
En realidad hay muchos pero yo sigo el camino que señaló el Buda, el que queda escrito en los suttas de la escuela theravada. Los demás no me interesan. Es bastante con uno.
Así que hay un conjunto de enseñanzas agrupadas en concentración, ética y discernimiento.
Yo procuro practicar las tres. Por eso, a veces, puedo meditar con un mosquito volando en mis narices (y, claro, luego me pica pero, como estoy en paz, no me afecta).