Recta visión o comprensión

Del artículo Las Cuatro Nobles Verdades, por Anton Baron.

La recta visión o comprensión (Samma-ditthi), en el contexto budista del Óctuple Sendero que lleva a la extinción del sufrimiento, es particularmente importante porque condiciona a los restantes siete pasos: todos ellos, en uno u otro sentido, dependen de aquel entendimiento que uno debería poseer y que no es puramente intelectivo, sino más bien holístico e intuitivo, el cual nos permite ver, clara y profundamente, el carácter insatisfactorio y no permanente de las cosas y de la realidad, incluyendo nuestro propio ser personal.

En otro contexto, esta enseñanza se conoce como la doctrina de la impermanencia, insatisfacción y la no-existencia del yo (anica, dukkha y anatta respectivamente, en el idioma pali) y dada su importancia, dedicamos a ella una sección a parte. Ahora solamente, a modo de resumen, digamos que el correcto entendimiento se puede reducir a una clara y perspicaz comprensión y aceptación de un simple hecho encerrado en la siguiente sentencia, muchas veces repetida por el Buda: “todo aquello que está sujeto a aparecer o llegar a ser, también está sujeto a desaparecer o dejar de ser”.

Esto quiere decir que nada es permanente, absolutamente fijo, perdurable o dotado de alguna esencia. Mientras más atentamente observamos la realidad, con mayor certeza descubrimos que las “esencias” solamente existen en nuestra mente: son aquellas “etiquetas” que ponemos a las cosas, personas, a lo que nos rodea y lo que experimentamos interiormente. Pero en realidad, solo podemos advertir cambios: miramos cosas cambiantes, escuchamos sonidos que cambian, percibimos olores que aparecen y desaparecen, apreciamos procesos mentales y emocionales en un permanente devenir y desaparecer. Todo lo demás es pura ilusión. Por eso, los maestros del Zen enseñan: “No busques la verdad, simplemente dejes de aferrarse a tus opiniones”. La verdad no es algo que debe ser buscado, sino que es algo que está ahí, al alcance de nuestras manos y aún dentro de nosotros: cuando uno deja de apegarse a sus teorías, puntos de vista, ideologías y tradiciones, empieza a percibir esta realidad. Un fervoroso discípulo afirmó frente a su maestro que estaba dispuesto a ir adonde sea para encontrar la verdad:

-¿Y cuándo vas a partir?, preguntó el maestro.

-En cuando me digas adónde debo ir.

-Te sugiero que vayas en la dirección en la que apunta tu nariz.

-¿Pero cómo voy a saber en qué lugar detenerme?, preguntó el discípulo.

-Donde tu quieras. -¿Y estará allí la verdad?

-Sí. Justamente frente de tus narices. Mirando fijamente a esos ojos tuyos que son incapaces de ver.

Anthony de Mello dijo una vez que la vida se parecía a una botella de buen vino: algunos se contentan con leer la etiqueta, mientras que otros prefieren probar su contenido. Cuando aprendemos a percibir este mundo tal como es, incluyéndonos a nosotros mismos: en una continua transformación, carente de esencias y elementos fijos, vamos a adquirir esta correcta y directa visión o comprensión, el primer paso para la liberación del sufrimiento.

La práctica de meditación debería ayudarnos en el logro de este fin: percibir el mundo de manera directa, libre de la mediación de los conceptos o etiquetas. Algunos creen que la meditación es una técnica alienada que sólo nos ayuda a escapar de los males de este mundo y transportarnos a una ilusoria realidad “espiritual” libre de penas y sufrimientos. Sin embargo, la meditación en el sentido budista es todo lo contrario: trata de abrir nuestros ojos a la realidad tal como es. Pero, ¿acaso necesitamos meditar para percibir el mundo? -dirán algunos. ¿Acaso cada vez que abrimos los ojos no miramos la realidad? ¿No escuchamos los sonidos del mundo, no lo tocamos continuamente? Por más increíble que parezca, esta popular creencia es, al menos, dudosa.

Entre los científicos sociales y lingüistas, desde hace mucho tiempo, existe una teoría, conocida como la “hipótesis de la relatividad lingüística” o la teoría Sapir-Whorf , según la cual nuestras ideas sobre la realidad dependen en gran parte del lenguaje que utilizamos. Metafóricamente hablando, la lengua vendría ser como unos anteojos de color que tenemos puestos, a través de los cuales miramos la realidad; entre alguien que usa los lentes de color, digamos, azul y alguien que los usa marrones, nunca habrá acuerdo sobre cómo realmente son las cosas. Y las palabras son los conceptos que median nuestra percepción del mundo como los anteojos. Sin darnos cuenta, lo que generalmente percibimos no son las cosas sino nuestros conceptos que tenemos de ellas. Por eso uno de los maestros del Oriente dijo: “El día en que enseñes al niño la palabra ´ave´, el niño dejará de ver las aves por siempre”. Efectivamente, cuando el niño observa maravillado aquel ser vivo volando y alguien le dice, “Ah, pero este es un gorrión”, el día siguiente el niño dirá “he visto otro gorrión… estoy cansado de los gorriones”. El mundo concreto es cambiante, dinámico y sorprendente, mientras que los conceptos son estáticos y generales.

El mencionado místico jesuita de la India, Anthony de Mello , propone la siguiente parábola para ilustrar este tópico: Imaginemos que un grupo de turistas está viajando en un bus lujoso con ventanillas cerradas y cortinas bajadas. Los pasajeros no pueden escuchar, oler ni ver nada del exótico y hermoso paisaje que está afuera; solamente escuchan la monótona descripción de lo que pasa afuera, hecha por el chofer. Lo único que experimentan los turistas son imágenes creadas por las palabras del guía. Suponiendo que el bus estacione y se les permita salir afuera, los pasajeros saldrán ya con ideas fijas preconcebidas sobre lo que podrán y deberán ver, sentir y apreciar. Su experiencia será distorsionada y condicionada por la narrativa del chofer: no van a percibir la realidad en sí misma sino una realidad filtrada por medio de sus conceptos.

El primer paso del Óctuple Sendero, nos enseña sobre nuestra necesidad de recuperar la correcta visión del mundo, una visión directa y libre de prejuicios para volver a poder sorprendernos y maravillarnos de él.