Llevo un tiempo retrasando esto. Por pereza, llevo más de un mes sin escribir sobre mi visita al monasterio Wat Pa Cittaviveka (Chithurst Buddhist Monastery, en West Sussex, Inglaterra), a principios de Julio de este año.
Era la primera vez que iba a un monasterio budista. Tenía miedo de lo que iba a encontrarme, y me sentía un poco descolocado. Nada más llegar, conocí a Gian Luca, un italiano que compartiría habitación conmigo esos cinco días, y un tailandés cuyo nombre no recuerdo y que, pensé, también se iba a quedar unos días.
Resultó no ser así. Aquella noche, por una extraña casualidad, se celebraba la Asalha Puja (que, a día de hoy, todavía no sé qué conmemora) y mi amigo tailandés – que posteriormente me deseó lo mejor, y me dijo que cuando nos volviésemos a ver quizás ya sería monje – había acudido al monasterio explícitamente para la «fiesta». El hall de meditación (el de la foto de arriba), presidido por una estatua de Buda, estaba lleno de gente (muchos de los cuales remarcaron cuánto buen kamma tenía yo si había caído en el monasterio en esa fecha eligiéndola al azar), los monjes y monjas delante y los laicos detrás. Cantaron, meditamos y después Ajahn Sucitto, el abad, dijo que nos reuniríamos más adelante para volver a meditar y más cosas (que no entendí en el momento, pero que incluían ir a presentar ofrendas a un templete -el de la foto de abajo- mientras todo el mundo alrededor cantaba con unas cuantas varas de incienso en la mano). Ni que decir tiene que encontrarme de lleno con todos los rituales budistas me dejó confuso, y unido al dolor de cabeza que empezó a generarse detrás de mi ojo derecho, me hizo sentirme muy miserable, deseando volverme a casa lo antes posible.
A la mañana siguiente, desayunamos gachas de avena, que no son precisamente de mi gusto, lo que acentuó el sentimiento de rechazo. Poco a poco, no obstante, entre sentadas, ayudar en la cocina, leer libros zen y darme cuenta de que todo el mundo a mi alrededor era muy amable conmigo (a pesar de que no hablé casi con los monjes), me fui relajando.
Además, celebrando que por esas fechas empezaba el vassa, la comunidad monástica celebró un pequeño retiro de meditación al que los laicos que estábamos por allí podíamos acudir si no teníamos nada más que hacer (es decir, cocinar, limpiar, etc). Esto provocó que al final no pudiese experimentar lo que es la rutina del día a día monástico, ¡porque todos los días parecía celebrarse algo nuevo!
Entre los libros zen, las malas sentadas y las horas muertas después de la última sentada antes de la puja nocturna, mi mente entró en un estado de confusión profunda, unida al rechazo y la soberbia con la que entré en el monasterio («bah, yo sé mucho más que esos«), que hizo mi vida bastante miserable en algunos momentos. Llegué incluso a perder la fe en el budismo, en el Nibbana, y en el sentido de mi vida.
En esas estábamos, cuando me encontré con casualidad a Ajahn Thanuttaro, que es amigo de Jerome Lamarlere (el jefazo de la Asociación de Meditación Vipassana), y al que había tenido ocasión de conocer en Madrid el año pasado, y me dejó un borrador del que será su primer libro, «Blistered feet, blissful mind», sobre sus experiencias de tudong alrededor de Inglaterra. Leyéndolo, recuperé el frescor que tanto me había gustado del budismo en primer lugar, esa sabiduría urbana, esa risa contagiosa (Thanuttaro se ríe cada dos frases, e incluso cuando no habla, mira a cualquier cosa y se ríe), y la sentada de aquella tarde fue increíble. Estaba de nuevo en el camino, y todo era maravilloso. Esa noche Ajahn Sucitto dio una charla y todo encajaba a la perfección. La vida me sonreía. Eso fue el día antes de irme.
Al día siguiente, Thanuttaro me invitó a desayunar en su kuti, y estuvimos charlando de la vida en Tailandia, las diferencias culturales con los tailandeses, el trato a los monjes occidentales allí («nos miman demasiado», me decía), y muchas cosas más. Fue agradable. Raro, pero agradable no obstante. A esas alturas el que algo fuera raro o no ya no me importaba. Después de comer, me despedí de todo el mundo, con cierta emoción, y volví al mundo real.
El aeropuerto estaba llendo de luces, la gente corría de un lado para otro, y las tiendas estaban llenas de objetos que me pedían que los comprase para alcanzar la verdadera felicidad (o para perder 20 kilos en dos días, depende. ¿Esto era así antes de que me fuese? No me di cuenta de lo distinta que era la vida dentro del monasterio cuando entré…
Un mes después, entro en el aeropuerto y todo me parece normal. It’s a long way to the top, que decía el otro. ¿O no?
PD: la ceremonia de ofrenda de comida a los monjes era bastante divertida. Después de tirarnos unas 3 horas cocinando para todo el monasterio, dejábamos todo en grandes fuentes sobre la mesa de la cocina, y un par de monjes llegaban mientras los laicos levantaban las fuentes y se las ofrecían (de todo esto me enteré el día antes de irme, a pesar de que ayudé en cocina casi todos los días). Ellos las cogían y las volvían a dejar en la mesa (a veces, solo levantaban una esquina de la fuente, porque quemaba), y posteriormente iban al hall, donde esperaban el resto de los monjes, y le decían al abad que la comida ya estaba lista, a lo cual se levantaban todos en dirección a la cocina. Cuando volvían, los laicos nos íbamos a comer, y les dejábamos comer en el hall.