Del artículo «La toma de refugio y la recepción de los cinco preceptos«, por Bhikkhu Bodhi.
A. LA TOMA DE REFUGIO
La enseñanza del Buda puede considerarse como un edificio con sus propios cimientos, pisos, escaleras y tejado. Al igual que cualquier otro edificio, la enseñanza también tiene una puerta y para introducirse por ella hay que entrar a través de dicha puerta. La puerta de entrada a la enseñanza del Buda es la toma de refugio en la Triple Joya, es decir, el Buda como Maestro completamente iluminado, el Dharma como la verdad enseñada por él y la Sangha como la comunidad de sus nobles discípulos. Desde los tiempos antiguos hasta el presente, la toma de refugio ha funcionado como la vía de acceso a la dispensación del Buda, otorgando la admisión para el resto de la enseñanza, desde el piso más bajo hasta su cima. Todos los que se comprometen con la enseñanza del Buda lo hacen así, pasando a través de la puerta de la toma de refugio, mientras los que ya están comprometidos reafirman regularmente su convicción haciendo la misma triple declaración:
Buddham saranam gacchami Tomo Refugio en el Buda; Dhammam saranam gacchami Tomo Refugio en el Dharma; Sangham saranam gacchami Tomo Refugio en la Sangha.
Por insignificante y trivial que este paso pueda parecer, especialmente si se lo compara con las elevadas realizaciones que se sitúan más allá, su importancia nunca debería ser infravalorada, pues es dicho acto el que imparte dirección e impulso progresivo a la totalidad de la práctica del sendero del Buda. Dado que la toma de refugio juega un rol tan crucial, es vital que dicho acto sea comprendido adecuadamente tanto en su propia naturaleza como en sus implicaciones para el desarrollo futuro a lo largo del sendero. Para abrir el proceso de la toma de refugio al ojo de la comprensión interior, presentamos aquí un examen de dicho proceso según sus aspectos más significativos. Serán tratados bajo los siguientes ocho encabezamientos: «Las razones para tomar refugio»; «La existencia de un refugio»; «La identificación de los objetos de refugio»; «El acto de tomar refugio»; «La función de tomar refugio»; «Los métodos para tomar refugio»; «Corrupciones y ruptura del refugio» y «Los símiles para los refugios».
I. Las razones por tomar refugio
Cuando se dice que la práctica de la enseñanza del Buda comienza con la toma de refugio, esto suscita inmediatamente una importante pregunta. La cuestión es: «¿Para qué necesitamos un refugio?» Un refugio es una persona, lugar o cosa que ofrece protección frente a daños y peligros. Así, cuando comenzamos la práctica por la toma de refugio, esto implica que la práctica se propone protegernos de daños y peligros. Nuestra pregunta original sobre la necesidad de un refugio puede así ser reformulada en otra pregunta: «¿De qué daños y peligros necesitamos ser protegidos?» Si lanzamos una mirada observadora sobre nuestras vidas, tal vez no nos veamos expuestos a ningún peligro personal inminente. Quizá nuestros trabajos sean estables, nuestra salud excelente, nuestras familias bien suministradas, nuestros recursos adecuados, y todo esto nos puede dar la suficiente razón para considerarnos seguros. En tal caso, la toma de refugio se convierte en algo completamente superfluo.
Para comprender la necesidad para un refugio debemos aprender a ver nuestra posición tal como realmente es, es decir, verla adecuadamente y contrastada con su trasfondo total. Desde la perspectiva del BudaDharma la situación humana es como un iceberg: una pequeña parte de su masa aparece sobre la superficie, mientras que el vasto substrato permanece debajo, oculto a nuestra mirada. Debido a los límites de nuestra visión mental, nuestra percepción es incapaz de penetrar bajo la corteza superficial para ver nuestra situación en su profundidad subyacente. Pero ni siquiera hay necesidad de hablar sobre lo que no podemos ver; incluso lo que nos es inmediatamente visible rara vez lo percibimos con adecuación. El Buda enseña que la cognición está subordinada al deseo. De un modo sutil oculto a nuestra mirada nuestros deseos condicionan nuestras percepciones, deformándolos para adecuarse al molde que ellos mismos quieren imponer. Así pues, nuestras mentes trabajan según la vía de la selección y la exclusión. Tomamos nota de aquellas cosas agradables a nuestras preconcepciones; borramos o distorsionamos todo aquello que amenaza con darlas al traste.
Desde el punto de vista de una comprensión más profunda y amplia, el sentido de seguridad del que ordinariamente disfrutamos aparece como una falsa seguridad sostenida por la inconsciencia y la capacidad mental para el subterfugio. Nuestra posición aparece como inexpugnable debido únicamente a las limitaciones y distorsiones de nuestra perspectiva. Sin embargo, la vía real hacia la seguridad permea a través de la visión correcta, no a través del pensamiento ilusorio. Para ir más allá del miedo y del peligro debemos agudizar y ampliar nuestra visión. Hemos de atravesar los engaños que nos arrullan en una confortable complacencia para tener una visión directa sobre las profundidades de nuestra existencia, sin volvernos para atrás con inquietud o correr tras distracciones. Cuando hacemos esto, se vuelve eminentemente claro que caminamos por una estrecha senda al borde de un peligroso abismo. En palabras del Buda, somos como un viajero que atraviesa un denso bosque bordeado por una ciénaga y un precipicio; como un hombre arrastrado por una corriente que busca un lugar seguro agarrándose a juncos y cañas; como un marinero cruzando un turbulento océano; o como un hombre perseguido por serpientes venenosas y enemigos asesinos. Tal vez los peligros a los que estamos expuestos no siempre nos son evidentes. Con gran frecuencia son sutiles, camuflados, difíciles de detectar. Pero aunque no los veamos de forma evidente, permanece el hecho desnudo de que están ahí de todos modos. Si deseamos liberarnos de ellos primero debemos hacer el esfuerzo de reconocerles por lo que son. Sin embargo, esto requiere coraje y determinación. En base a la enseñanza del Buda los peligros que hacen necesaria la búsqueda de un refugio pueden agruparse en tres clases generales: (1) peligros pertenecientes a la vida presente; (2) los pertenecientes a vidas futuras; (3) los pertenecientes al curso general de la existencia. Cada uno de ellos implica a su vez dos aspectos: (A) un aspecto objetivo relacionado con un rasgo particular del mundo; (B) un aspecto subjetivo que es un rasgo correspondiente a nuestra constitución mental. Trataremos ahora cada uno de ellos.
1. Los peligros pertenecientes a la vida presente
A. Aspecto objetivo. El peligro más obvio con el que nos confrontamos es la absoluta fragilidad de nuestro cuerpo físico y sus soportes materiales. Desde el momento de nuestro nacimiento estamos sujetos a enfermedades, accidentes y heridas. La naturaleza nos turba con desastres tales como terremotos e inundaciones, la existencia social con crímenes, explotación, represión y la amenaza de la guerra. Los acontecimientos en los frentes político, social y económico rara vez dejan transcurrir mucho tiempo sin irrumpir en crisis. Las tentativas de reforma y revolución siempre agitan una y otra vez la vieja historia de estancamiento, violencia y consiguiente desilusión. Incluso en tiempos de relativa tranquilidad el orden de nuestras vidas nunca es completamente perfecto. Una cosa u otra parece siempre estar desenfocada. Dificultades y apuros se suceden sin fin. Incluso si fuésemos lo suficientemente afortunados como para escapar de las serias adversidades, hay una que no podemos evitar. Es la muerte. Estamos abocados a morir y a pesar de toda nuestra riqueza, experiencia y poder, permanecemos impotentes ante nuestra inevitable mortalidad. La muerte pende sobre nosotros desde el momento en que nacemos. Cada instante nos lleva más cerca de lo inevitable. Dado que nos movemos en esta situación, al sentirnos seguros en medio de nuestras comodidades, somos como un hombre que camina a través de un lago helado que se cree seguro mientras el hielo cruje bajo sus pies.
Los peligros que penden sobre nosotros se hacen incluso más problemáticos debido al rasgo común de la incertidumbre. No tenemos conocimiento de cuándo tendrán lugar. Si supiésemos que la calamidad va a golpearnos, al menos nos prepararíamos de antemano para resignarnos estoicamente. Pero ni siquiera gozamos de esta prevención respecto al futuro. Dado que carecemos del beneficio del conocimiento premonitorio, nuestras esperanzas permanecen ahí, momento tras momento, emparejadas a un vago presentimiento de que en cualquier segundo, en un instante, pueden hacerse pedazos súbitamente. Nuestra salud puede venirse abajo por la enfermedad, nuestro negocio ir a pique, nuestros amigos volverse contra nosotros, nuestros seres queridos morir… No sabemos. No podemos tener ninguna garantía de que estos reveses no aparecerán ante nosotros. Incluso la muerte, que es lo único cierto que podemos estar seguros de que ocurrirá, exactamente cuándo lo hará permanece incierto.
B. Aspecto subjetivo. Las adversidades recién descritas son los rasgos objetivos vinculados a la constitución del mundo. Por un lado hay calamidades, crisis y dificultades, por otro, la incertidumbre radical que les impregna. El aspecto subjetivo del peligro perteneciente a la vida presente consiste en nuestra respuesta negativa a este doble riesgo.
El elemento de incertidumbre tiende a provocar en nosotros una persistente inquietud que corre bajo la superficie de nuestra autoseguridad. A un nivel interior profundo sentimos la inestabilidad de nuestras dependencias, su transitoriedad y vulnerabilidad al cambio, y esta conciencia produce una persistente aprensión que surge a veces con un tono de ansiedad. Tal vez no siempre seamos capaces de concretar la fuente de nuestra inquietud, pero permanece al acecho en la corriente subterránea de la mente –un miedo indeterminado que mantenemos con familiaridad puede destaparse súbitamente, dejándonos sin nuestros puntos de referencia habituales.
Esta ansiedad es una perturbación suficiente en sí misma. No obstante, nuestros miedos se ven frecuentemente confirmados. El curso de los acontecimientos sigue una configuración que le es propia independientemente de nuestra voluntad, y los dos no coinciden necesariamente. El mundo ocasiona enfermedades, pérdidas y muerte, hechos que se producen en el tiempo de su maduración. Cuando el curso de los acontecimientos entra en conflicto con nuestra voluntad el resultado es dolor e insatisfacción. Si el conflicto es pequeño nos volvemos enfadados, perturbados, deprimidos o molestos; si es grande experimentamos angustia, aflicción o desesperación. En cualquier caso, a partir de la escisión entre deseo y el mundo emerge una desarmonía fundamental cuyo resultado para nosotros es sufrimiento. El sufrimiento surgido no es significativo únicamente en sí mismo; tiene un valor sintomático que apunta hacia una enfermedad cimentada más profundamente que la subyace. Esta enfermedad reside en nuestra actitud hacia el mundo. Actuamos a partir de una estructura mental hecha de expectativas, proyecciones y demandas. Esperamos que la realidad se conforme a nuestros deseos, que se someta a nuestros mandatos, que confirme nuestras preconcepciones, pero ésta rechaza hacerlo así. Cuando lo rechaza encontramos dolor y decepción, nacido del conflicto entre expectativas y realidad. Para escapar de este sufrimiento uno de los dos debe cambiar, o nuestra voluntad o el mundo. Dado que no podemos alterar la naturaleza del mundo para hacer que se armonice con nuestra voluntad, la única alternativa es cambiar nosotros mismos mediante el abandono del apego y la aversión hacia el mundo. Hemos de renunciar a nuestro aferramiento, detener anhelos y asideros, aprender a contemplar el flujo de los acontecimientos con desapegada ecuanimidad libre del vaivén entre alegría y abatimiento.
La mente de la ecuanimidad, asentada más allá del juego de los opuestos mundanos, es la más elevada seguridad y protección, ahora bien, para obtener esta ecuanimidad necesitamos guía. La guía disponible no puede protegernos de la adversidad objetiva; sólo puede salvaguardarnos de los peligros de una respuesta negativa –de la ansiedad, tristeza, frustración y desesperación. Esta es la única protección posible y dado que nos otorga esta protección esencial, tal guía puede considerarse un genuino refugio.
Esta es la primera razón para tomar refugio; la necesidad de protección de las reacciones negativas respecto a los peligros que nos acosan aquí y ahora.
2. Los peligros pertenecientes a vidas futuras
A. Aspecto objetivo. Nuestra sujeción al daño y al peligro no termina con la muerte. Desde la perspectiva de la enseñanza del Buda, el acontecimiento de la muerte es el preludio de un nuevo nacimiento y por tanto el potencial pasaje a un sufrimiento ulterior. El Buda enseña que todos los seres vivientes ligados por la ignorancia y la avidez están sujetos a renacer. En la medida en que el impulso básico a seguir existiendo permanezca intacto, la corriente individualizada de existencia continúa tras la muerte, heredando las impresiones y disposiciones acumuladas en la vida anterior. No hay un alma que transmigre de una vida a la siguiente, pero hay una corriente de conciencia en curso que surge tras la muerte en una nueva forma apropiada a sus propias tendencias dominantes.
Según el BudaDharma, el renacimiento puede tener lugar en cualquiera de los seis reinos del devenir. El más bajo de los seis lo constituyen los infiernos, regiones de severo dolor y tormentos donde las acciones negativas reciben su debida consumación. Después viene el reino animal donde el sufrimiento prevalece y la fuerza bruta es el poder rector. A continuación está el reino de los «espectros hambrientos» (petavisaya), seres sombríos afligidos por intensos deseos que nunca pueden satisfacer. Por encima de ellos está el reino humano, con su familiar equilibrio de felicidad y sufrimiento, virtud y maldad. Después se halla el mundo de los semidioses (asuras), seres titánicos obsesionados por la envidia y la ambición. Y en la cima se sitúan los mundos celestiales habitados por los dioses o devas.
Los primeros tres reinos de renacimiento –infiernos, reino animal y reino de los espectros junto al de los asuras, se denominan «destinos nefastos» (duggati) o «plano de la desgracia» (apayabhumi). Reciben estos nombres debido a la preponderancia de sufrimiento que se halla en ellos. Por el contrario, el mundo humano y los mundos celestiales se denominan «destinos dichosos» (sugati) pues albergan una preponderancia de felicidad. El renacimiento en los destinos nefastos se considera especialmente desafortunado no sólo por el sufrimiento intrínseco que implican, sino también por otra razón; renacer ahí es desastroso porque librarse de los destinos nefastos es extremadamente difícil. Un renacimiento afortunado depende de la realización de actos meritorios, pero los seres de los reinos nefastos encuentran escasas oportunidades para adquirir mérito; por ello el sufrimiento en dichos reinos tiende a perpetuarse en un círculo muy difícil de romper. El Buda dice que si un yugo con un solo agujero estuviese flotando aleatoriamente en el océano y una tortuga ciega que vive en el mar subiese a la superficie una vez cada cien años, la probabilidad de que la tortuga pasase su cuello a través del agujero sería mayor que la de un ser en los destinos nefastos poder recuperar la condición humana. Por estas dos razones: debido a su desgracia inherente y a la dificultad de liberarse de ellos, el renacimiento en los destinos nefastos es un grave peligro perteneciente a la vida futura, del cual necesitamos protección.
B. Aspecto subjetivo. La protección para evitar caer en el plano de la desgracia no puede obtenerse de los demás. Sólo puede conseguirse evitando las causas que conducen a un renacimiento desafortunado. La causa para renacer en cualquier plano específico de existencia reside en nuestro karma, es decir, en nuestras acciones voluntarias y voliciones. El karma se divide en dos clases: saludable y perjudicial. El primero son las acciones motivadas por el desapego, la benevolencia y la comprensión, el segundo son las acciones motivadas por la avidez, la aversión y la ignorancia. Estas dos clases de karma generan renacimiento en dos planos generales de existencia: el karma saludable produce el renacimiento en destinos dichosos, el karma perjudicial produce el renacimiento en destinos nefastos.
No podemos eliminar los destinos nefastos en sí mismos; continuarán mientras el mundo dure. Para evitar renacer en dichos reinos sólo podemos ejercer la auto observación controlando nuestras acciones, de modo que no se desborden sobre los cursos perjudiciales conducentes al hundimiento en el plano de la desgracia. Ahora bien, para evitar generar karma perjudicial necesitamos ayuda, y esto por dos razones principales. Primero, necesitamos ayuda porque las avenidas de acción abiertas a nosotros son tan variadas y numerosas que frecuentemente no sabemos qué vía escoger. Algunas acciones son obviamente saludables o perjudiciales, pero otras son difíciles de evaluar, dejándonos en la perplejidad cuando nos encontramos con ellas. Para elegir correctamente necesitamos guía; las indicaciones claras de alguien que conoce el valor ético de todas las acciones y los senderos que conducen a los diferentes reinos de existencia.
La segunda razón por la que necesitamos ayuda es porque, aunque podamos discernir lo correcto de lo equivocado, con frecuencia nos sentimos impulsados a seguir lo equivocado en contra de nuestro mejor juicio. Nuestras acciones no siempre siguen el consejo de nuestras decisiones desapasionadas. Con frecuencia son impulsivas, activadas por instintos que no podemos dominar o controlar. Al ceder a estos instintos elaboramos nuestro propio daño, incluso mientras nos observamos en vano haciéndolo. Tenemos que obtener la maestría sobre nuestra mente para traer nuestra capacidad de acción bajo el control de nuestro sentido de una sabiduría más elevada. Pero esta es una tarea que requiere disciplina. Para aprender el curso recto de la disciplina necesitamos las enseñanzas de alguien que comprenda los procesos sutiles de la mente y pueda mostrarnos cómo conquistar las obsesiones que nos impulsan hacia modos nocivos y autodestructivos de comportamiento. Dado que dichas instrucciones y la persona que las otorga nos ayudan a protegernos del daño y sufrimiento futuros, pueden considerarse como un genuino refugio.
Esta es la segunda razón para tomar refugio: la necesidad de realizar la maestría sobre nuestra capacidad para la acción con el propósito de evitar caer en los destinos nefastos en vidas futuras.
3. Los peligros pertenecientes al curso general de la existencia
A. Aspecto objetivo. Los peligros a los que estamos expuestos son inmensamente mayores de los mencionados hasta ahora. Más allá de las evidentes adversidades e infortunios de la vida presente y del riesgo a caer en el plano de la desgracia, hay un peligro más fundamental y comprehensivo que fluye a través de todo el curso de la existencia mundana. Se trata de la insatisfacción intrínseca del samsara. Samsara es el ciclo del devenir, la rueda de nacimiento, vejez y muerte, que ha estado girando desde un tiempo sin comienzo. El renacimiento no tiene lugar sólo una vez para dar lugar a una eternidad en la vida futura. El proceso vital se repite una y otra vez, la totalidad de su estructura aparece de nuevo y completamente con cada giro: cada nacimiento resulta en vejez y muerte, cada muerte revela un nuevo nacimiento. El renacimiento puede ser afortunado o desgraciado, pero dondequiera que ocurra no detiene por ello el giro de la rueda. La ley de la impermanencia impone su decreto sobre todo el dominio de la vida sensible; cualquier cosa que surge debe finalmente cesar. Ni siquiera los cielos pueden suministrar una salida; ahí también la vida se termina cuando el karma que ha producido un nacimiento celestial se agota, para a continuación resurgir en otro plano, tal vez en las moradas de la desgracia.
A causa de esta omnipresente transitoriedad todas las formas de existencia condicionada aparecen al ojo de la sabiduría como esencialmente dukkha, insatisfactorias o sufrimiento. Ninguno de nuestros soportes y dependencias está exento de la necesidad del cambio y la extinción. Por ello aquello en lo que nos apoyamos para nuestra comodidad y disfrute es en realidad una forma oculta de sufrimiento; aquello en lo que confiamos para darnos seguridad está en sí mismo expuesto al peligro; aquello hacia lo que nos volvemos para sentirnos protegidos necesita a su vez ser protegido. Nada que queramos sostener podrá ser sostenido para siempre sin perecer: «Se está desmoronando, se está desmoronando, por ello se le llama `el mundo»’.
La juventud resulta en vejez, la salud en enfermedad, la vida en muerte. Toda unión termina en separación y en el dolor que acompaña a la separación. Pero para comprender la situación en toda su profundidad y gravedad debemos multiplicarla al infinito. Desde un tiempo sin comienzo hemos estado transmigrando a través de la rueda de la existencia, encontrándonos las mismas experiencias una y otra vez con vertiginosa frecuencia: nacimiento, vejez, enfermedad y muerte, separación y pérdida, fracaso y frustración. Repetidamente nos hemos hundido en el plano de la desgracia; incontables veces hemos sido animal, espectro y morador del infierno. Una y otra vez hemos experimentado sufrimiento, violencia, aflicción, desesperación. El Buda declara que la cantidad de lágrimas y sangre que hemos vertido en el curso de nuestra errancia samsárica es mayor que las aguas del océano; los huesos que hemos dejado atrás podrían formar un montón más alto que los montes Himalaya. Hemos encontrado este sufrimiento incontables veces en el pasado y en la medida en que las causas de nuestro giro en el samsara no sean desconectadas, corremos el riesgo de encontrar más de lo mismo en el curso de nuestro futuro errabundeo.
B. Aspecto subjetivo. Para deshacerse de estos peligros sólo hay una vía de liberación: despojarse de todas las formas de existencia, incluso de las más sublimes. Ahora bien, para que este despojarse sea efectivo debemos cortar las causas que nos mantienen atados a la rueda. Las causas básicas que mantienen nuestro vagabundeo en el samsara residen en nuestro interior. El Buda enseña que vagamos de vida en vida porque estamos impulsados por un profundo e insaciable instinto para perpetuar nuestro ser. A este instinto el Buda lo denomina bhava tanha, la `sed por la existencia’. Mientras que la sed por la existencia permanezca en funcionamiento, aunque sea de modo latente, la muerte no será un obstáculo para la continuación del proceso vital. La sed llenará el hueco creado por la muerte, generando una nueva forma de existencia determinada por el depósito de karma previamente acumulado. Así pues, sed y existencia se sostienen mutuamente en sucesión. La sed produce una nueva existencia, la nueva existencia ofrece la base para que la sed reanude su búsqueda de gratificación.
Bajo este nexo vicioso que vincula sed y existencia repetida hay todavía un factor más primordial denominado «ignorancia» (avijja). La ignorancia es un inconsciencia básica de la verdadera naturaleza de las cosas, un estado sin comienzo de desconocimiento espiritual. La inconsciencia opera de dos modos distintos: por un lado oscurece la cognición correcta, por otro crea una red de distorsiones cognitivas y perceptivas. Debido a la ignorancia vemos belleza en cosas que son realmente repulsivas, permanencia en lo impermanente, placer en lo no placentero y ego en fenómenos carentes de ego, transitorios e insustanciales. Estas ilusiones sostienen el instinto activador de la sed. Al igual que el asno que persigue una zanahoria suspendida del carro y colgando ante su morro, nos precipitamos de cabeza tras las apariencias de belleza, permanencia, placer y ego, sólo para hallarnos con las manos vacías y aún más severamente enredados en la rueda del samsara.
Para liberarse de este fútil modelo es necesario erradicar la sed que lo mantiene en movimiento, no sólo temporalmente sino de modo permanente y completo. Para erradicar la sed ha de desprenderse la ignorancia que la sostiene, pues mientras se permita a la ignorancia agitar sus ilusiones permanecerá la base para la reanimación de la sed. El antídoto para la ignorancia es la sabiduría (p. pañña; s. prajñâ). La sabiduría es el conocimiento penetrante que desgarra los velos de la ignorancia con el propósito de «ver las cosas tal como son realmente». No es un mero conocimiento conceptual sino una experiencia que debe ser generada en nosotros mismos; ha de hacerse directa, inmediata y personal. Para suscitar esta sabiduría necesitamos enseñanza, ayuda y guía, es decir, alguien que nos enseñe qué debemos comprender y ver por nosotros mismos, así como los métodos mediante los cuales podamos suscitar la sabiduría liberadora que cortará las cuerdas que nos atan al devenir repetido. Dado que quien da dicha guía y las enseñanzas mismas suministra protección frente a los peligros de la transmigración, pueden considerarse un genuino refugio. Esta es la tercera razón para tomar refugio: la necesidad de liberación de la omnipresente insatisfacción del samsara.