La primera vez que me fui a casa en bici de noche era como si estuviera muerto.
En seguida cogí un buen ritmo. Mis piernas se quejaban pero pensaban de todas formas que era divertido. Podría haber ido en bici hasta el fin del mundo pero solo tenía que llegar a casa.
Estaba oscuro. No se veía nada, solo un poco por delante.
Sudaba. No podía parar.
Pedaleaba, flotaba, volaba, nadaba en la nada.
Y el viento que soplaba por todos lados: en las orejas, en el pelo, en los ojos, en el pecho, por dentro y por fuera. No había diferencia.
En cierto momento podría haber abandonado la bici y el mundo, podría haber dejado que mi cabeza explotara y se convirtiera en estrellas, llorarme y desaparecer en el fiordo o en la tierra, con los conejos, los ratones y los zorros.
Pero no era muy budista, pensé, desaparecer en éxtasis o entrar en un trance y bailar desnudo en los campos de trigo, con los ojos fuera de órbita y la mandíbula desencajada en una macabra sonrisa.
Así que seguí pedaleando, llegué a casa, saludé a las estrellas, me las tragué a todas de una vez, descanse mis temblorosas piernas, les di las gracias por el buen trabajo, hice míos el silencio y la oscuridad y me metí en casa.
Aparte del corazón tembloroso no se notaba nada.