Ecuanimidad (y II)

    El otro extremo de ese punto medio que denominamos «ecuanimidad» es la indiferencia.

     No sé si os ha pasado, pero siempre que hablo con mis amigos del desapego y de la salida del sufrimiento, todos preguntan: «Pero, ¿eso no es como no sentir nada?» Y yo les tengo que explicar la diferencia que hay entre indiferencia y ecuanimidad.

     Si uno es indiferente, como bien nos contó Ajahn Ariyasilo, todo le da igual, y si todo le da igual, no practica. ¿Para qué? ¡Si todo me da igual!  Aunque a primera vista parezca una cosa muy tonta, el límite entre ecuanimidad e indiferencia a veces parece más confuso de lo que realmente es.

     Aprovechando el tema, y ya que he sacado a colación al venerable Ariyasilo, os contaré una historia que oí de su boca cuando vino a Madrid, y que creo que ilustra muy bien qué es eso de la ecuanimidad:

«Esta historia tiene lugar en la antigua China, como hacen todas las buenas historias. Hace mucho tiempo, había en China un anciano granjero que tenía dos hijos. El mayor le ayudaba con la siembra y la cosecha, mientras que el pequeño era demasiado niño aún para poder ni siquiera levantar los aperos de labranza. Aquel año estaba a punto de comenzar la siembra, y el granjero decidió dejar que su hijo mayor asumiese todo el trabajo, para que aprendiese a ser más responsable. Para ayudarle, estaría su buen caballo, que le había acompañado durante muchos años y que era considerado como uno de los mejores caballos de la región.

 

Así, su hijo comenzó a sembrar, pero solo la mitad del terreno, como le había indicado su padre. Tras terminar la siembra, llevó al caballo a la cuadra, satisfecho de sí mismo. Tan satisfecho estaba, que se olvidó de asegurar el listón que cerraba la cuadra. El caballo se dio cuenta de esto, y tras levantar el listón con el morro, salió galopando hacia la colina más cercana.

 

Al día siguiente, después de que el granjero viese la cuadra vacía, se le acercó su vecino, y le habló: “Oh, ya veo que tu caballo escapó debido al descuido de tu hijo. Menuda mala suerte que tienes, ¿eh?”. Nuestro granjero sonrío y le respondió: “Bueno, ya veremos”.

 

El hijo mayor, arrepentido, le preguntó a su padre si quería que realizase el resto de la siembra por sí mismo para recompensarle. Su padre le sonrió, y le dijo que no se preocupase, y que se tomara ese día de descanso. Ya pensarían qué hacer al día siguiente.

 

Cuando el joven se despertó al día siguiente y fue hacia la cuadra, no pudo creer lo que vieron sus ojos: el caballo había vuelto, y no sólo eso, sino que además se había echado novia, una hermosa yegua que pacía a su lado. El vecino, al ver al granjero, le dijo: “Así que ahora tienes dos caballos, ¿no? ¡Hay que ver la suerte que tienes!” El granjero se limitó a sonreír y dijo: “Bueno, ya veremos”.

 

El hombre le dijo a su hijo que cogiese a la yegua y la domase, para que pudieran usarla durante la siembra y luego venderla, con lo que ganarían mucho dinero. El hijo obedeció y comenzó a guiar a la yegua de un lado a otro del campo, llevándola con una cuerda. Era bueno, y como lo era tanto, se confió. La yegua se dio cuenta de esto, y fingió ser más dócil, para que el chico creyese que ya la había domado. Seguro de sí mismo, y viendo que la yegua no mostraba resistencia, el joven se atrevió a montarla. La yegua aprovechó este momento para revolcarse y tirar al chico, que cayó al suelo rompiéndose el brazo, mientras veía cómo la yegua huía hacia las colinas. Su padre vio lo que pasó, y con la ayuda de su hijo pequeño, llevaron al chico a casa, donde le colocaron el hueso y se lo entablillaron.

 

El vecino se encontró con el granjero, y le dijo: “Ya me enteré de que tu hijo se rompió el brazo, y esa yegua tan hermosa huyó a las colinas. Me parece a mí que vas a tener que terminar la siembra tú, viejo amigo. Menuda mala suerte que tienes, ¿eh?”. Nuestro granjero volvió a sonreír y solo respondió: “Bueno, ya veremos”.

 

Al día siguiente, de madrugada, se oyeron unos tremendos golpes en la puerta de la familia. El granjero salió a abrir la puerta y vio a cuatro oficiales del ejército, que le dijeron: “¡Estamos en guerra con el país vecino! ¡Hemos oído que tienes dos hijos! ¡Venimos a reclutarlos!”. El granjero, sin inmutarse, les llevó a ver a su hijo más joven, que era más pequeño que los sables de los oficiales (“No nos sirve”, dijeron), y les enseñó a su otro hijo, que dormía plácidamente con un brazo roto. Los oficiales, decepcionados, salieron de la casa.

 

Más tarde, el granjero se encontró con su vecino, que estaba llorando. “Se los han llevado”, dijo, “a mis dos queridos hijos. Puede que no vuelva a verlos nunca más…¡Qué miserable soy!”. Le preguntó al granjero si a él también le habían visitado los oficiales. El granjero le explicó lo que había ocurrido. Su vecino respondió: “¡Hay que ver la suerte que tienes!”.